miércoles, enero 15, 2014

Subimos a Ralco

Subimos a Ralco




La noticia nos sorprendió en Temuco. Y pensamos con mi hermana, que solo serían unos kilómetros o un par de horas, los que nos conducirían al funeral de Nicolasa Quintreman. Así fue como medio de improviso, decidimos ir a presentar respetos con unas flores y unas palabras.
Finalmente, largos fueron los 250 kilómetros que hubimos de recorrer desde Temuco al destino, pasando por Mulchén, Quilaco y Santa Bárbara. Más de 60 kilómetros en puro ripio y al retorno 160 totales (con ripio y asfalto) bajando hasta Los Ángeles. En resumen: cubrimos más de 100 kilómetros de piedra; que es más que ir de Santiago a Rancagua. Todo eso, para recién retomar la Panamericana y afrontar otros 500 kilómetros (llenos de peajes) con dirección a la capital.
Midiendo, dista Ralco de Santiago unos 660 kilómetros; que es casi lo mismo que hay de Temuco a Santiago. Es ancha la región del Biobío y es poco lo que recorremos el país, ¿no? Anchuroso país pehuenche.
Llegamos muy tarde como para encontrar la casa en medio de la oscuridad y siendo las 2 de la madrugada, dormimos en el mismo auto en Chenqueco, un lugar que no aparecía en los mapas que ponen las guías ruteras de las gasolineras. Estaban ahí, impertérritas la posta con un pino navideño encendido, una Iglesia Católica  y un templo. Además del cielo muy estrellado.
El camino seguía serpenteando hasta El Barco (una comunidad donde relocalizaron gente) y era de piedra suelta, aunque nunca tanto como la ruta que comenzaba después del puente “La Junta”, un armazón de hormigón más allá de Chenqueco. Camino que había hecho en otra oportunidad y que conduce hasta Lonquimay después de atravesar los varios portones de Lolco.
La Luna, aunque menguaba, se mostró brillante la noche previa al Eluwun (la ceremonia fúnebre) y solo cruzamos palabras con unos peñis que venían desde Curacautín por caminos interiores, en camioneta. Fueron ellos mismos, que durmieron a la intemperie quienes nos avisaron a las 6 de la mañana que estábamos muy cerca de la casa y que emprendiéramos camino.
Un cruce donde la noche anterior había visto una pequeña señal azul, era justamente la entrada a la casa, unos kilómetros más abajo, al borde del embalse. Tenebroso lago artificial que por la mañana deja salir unas volutas vaporosas que llaman la atención. Por el mismo camino aunque tras una bifurcación, se llega al cementerio donde están enterrados los padres de las hermanas Quintreman.
Al bajar, de pronto reconocí la silueta de Berta y comenté: “ella es la hermana, mira viene llegando”. Y así no más fue. Le dirigí un respetuoso saludo en lo que mi manejo del mapuzugun me permite y allí ella nos dio la bienvenida y subió al auto con nosotros para hacer el último tramo hasta la casa de Nicolasa. Nos dio las indicaciones.
Cayeron lágrimas por sus mejillas curtidas por el sol y al llegar, hizo con nosotros como testigos su llellipun, la oración al entrar en los dominios de Nicolasa. Nos indicó con rabia el lugar donde la encontraron y dijo: “por eso no queríamos este embalse, siempre nos opusimos... yo no voy a descansar hasta que esto lo sequen”.
Dos banderas, una azul (kallfu) y una amarilla (choz) recibían a los dolientes. Un árbol sagrado junto a esas banderas recibía los primeros rayos del Sol, provenientes justo de la dirección hacia donde ella profirió sus palabras sentidas. Habló del vuelo, saludó a sus mayores, a los linajes, al creador y pidió por su hermana con la voz firme aunque entrecortada.
Entramos, saludamos y allí estaba el ataúd, con los familiares de Nicolasa. Hablamos un poco con cada uno y nos presentamos. Nos ofrecieron mate y comida, como se estila. El resto, lo contaré luego. Al menos, ya habíamos dado con el lugar y no había sido pura intuición.