Subimos a Ralco
Subimos a Ralco
La noticia nos
sorprendió en Temuco. Y pensamos con mi hermana, que solo serían unos
kilómetros o un par de horas, los que nos conducirían al funeral de Nicolasa
Quintreman. Así fue como medio de improviso, decidimos ir a presentar respetos
con unas flores y unas palabras.
Finalmente, largos
fueron los 250 kilómetros que hubimos de recorrer desde Temuco al destino,
pasando por Mulchén, Quilaco y Santa Bárbara. Más de 60 kilómetros en puro
ripio y al retorno 160 totales (con ripio y asfalto) bajando hasta Los Ángeles.
En resumen: cubrimos más de 100 kilómetros de piedra; que es más que ir de
Santiago a Rancagua. Todo eso, para recién retomar la Panamericana y afrontar
otros 500 kilómetros (llenos de peajes) con dirección a la capital.
Midiendo,
dista Ralco de Santiago unos 660 kilómetros; que es casi lo mismo que hay de
Temuco a Santiago. Es ancha la región del Biobío y es poco lo que recorremos el
país, ¿no? Anchuroso país pehuenche.
Llegamos muy
tarde como para encontrar la casa en medio de la oscuridad y siendo las 2 de la
madrugada, dormimos en el mismo auto en Chenqueco, un lugar que no aparecía en
los mapas que ponen las guías ruteras de las gasolineras. Estaban ahí,
impertérritas la posta con un pino navideño encendido, una Iglesia
Católica y un templo. Además del cielo
muy estrellado.
El camino seguía
serpenteando hasta El Barco (una comunidad donde relocalizaron gente) y era de
piedra suelta, aunque nunca tanto como la ruta que comenzaba después del puente
“La Junta”, un armazón de hormigón más allá de Chenqueco. Camino que había
hecho en otra oportunidad y que conduce hasta Lonquimay después de atravesar
los varios portones de Lolco.
La Luna,
aunque menguaba, se mostró brillante la noche previa al Eluwun (la ceremonia
fúnebre) y solo cruzamos palabras con unos peñis que venían desde Curacautín por caminos interiores, en
camioneta. Fueron ellos mismos, que durmieron a la intemperie quienes nos
avisaron a las 6 de la mañana que estábamos muy cerca de la casa y que
emprendiéramos camino.
Un cruce donde
la noche anterior había visto una pequeña señal azul, era justamente la entrada
a la casa, unos kilómetros más abajo, al borde del embalse. Tenebroso lago artificial que por la mañana deja salir
unas volutas vaporosas que llaman la atención. Por el mismo camino aunque tras
una bifurcación, se llega al cementerio donde están enterrados los padres de
las hermanas Quintreman.
Al bajar, de
pronto reconocí la silueta de Berta y comenté: “ella es la hermana, mira viene
llegando”. Y así no más fue. Le dirigí un respetuoso saludo en lo que mi manejo
del mapuzugun me permite y allí ella nos dio la bienvenida y subió al auto con nosotros
para hacer el último tramo hasta la casa de Nicolasa. Nos dio las indicaciones.
Cayeron
lágrimas por sus mejillas curtidas por el sol y al llegar, hizo con nosotros
como testigos su llellipun, la oración al entrar en los dominios de Nicolasa.
Nos indicó con rabia el lugar donde la encontraron y dijo: “por eso no
queríamos este embalse, siempre nos opusimos... yo no voy a descansar hasta que
esto lo sequen”.
Dos banderas,
una azul (kallfu) y una amarilla (choz) recibían a los dolientes. Un árbol sagrado junto a esas banderas recibía los primeros rayos del Sol, provenientes justo de
la dirección hacia donde ella profirió sus palabras sentidas. Habló del vuelo,
saludó a sus mayores, a los linajes, al creador y pidió por su hermana con la voz
firme aunque entrecortada.
Entramos,
saludamos y allí estaba el ataúd, con los familiares de Nicolasa. Hablamos un poco con cada uno y nos presentamos. Nos ofrecieron mate y comida, como se estila. El resto, lo
contaré luego. Al menos, ya habíamos dado con el lugar y no había sido pura intuición.
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